Más allá de ser una historia de fantasmas al uso, The Innocents coloca al espectador en un estadio más profundo del miedo donde no sirven los sustos basados en un componente sorpresivo. Un miedo que no radica en un portazo dado en el momento oportuno, sino en un estado perenne de temor a encontrarnos con aquello a lo que más tememos. La señorita Gibbens teme al recuerdo de sus predecesores en la casa, que se le aparecen en forma de malvados espectros que vagan (según su teoría) en busca de inocentes a los que corromper. Sufre pensando que ellos, seres podridos hasta el lugar más recóndito de su ser, puedan arrebatarle ya no sólo el amor, sino la presencia de sus dos pupilos. Unos protegidos que primero Henry James en Otra vuelta de tuerca y después Jack Clayton en The Innocents nos presentan como un par de hermanos tiernos y dulces, víctimas de la locura o imaginación de su nueva institutriz. O quizá no sean tan inocentes como parecen y sean ellos mismos quienes, como en un pasatiempo infantil, estén jugando con la imaginación de la profesora. Ésa es precisamente, para mí, la intención de la película. Adentrar al espectador en el mundo de los protagonistas y contemplar, como mudo protagonista, los sucesos. Siendo él mismo quién decida si creer a la señorita Giddens o, por el contrario, confiar en la pureza de los dos niños. Un juego en el que el espectador participa desde el primer segundo, con esa pantalla en negro en la que una dulce voz canta. Un comienzo que advierte de lo inusual de la narración, a lo largo de la cual se irán dando píldoras suficientes para que cada uno construya su propia teoría. Una atmósfera aprensiva a la que contribuye el escenario elegido para la historia: un caserón con innumerables habitaciones vacías y espacios que escapan a nuestro control. Eso unido a los juegos de luces y sombras y a unos diálogos enigmáticos convierten a The Innocents en una película con varias lecturas posibles, alimentadas no sólo por lo que dicen con sus labios los protagonistas, sino lo que pueden significar sus gestos y miradas. Aspectos mucho más abstractos y de difícil conciliación. Se trata de un conjunto de elementos en los que Clayton se basa para dotar a la película de ese halo de enigma que el espectador debe resolver. Todo depende de la imaginación de cada uno. Algo que se nos pregunta nada más comenzar la historia ¿Tiene usted mucha imaginación? Interroga el tío de los niños a la candidata a institutriz. Interpelación que traspasa la pantalla. ¿Tienen ustedes (espectadores) mucha imaginación? Parece preguntarnos Clyaton. Pues úsenla para adentrarse en la historia y descífrenla. Los elementos los tienen. De cada uno depende la lectura de la misma. Se puede confiar en la inocencia de los niños y, por tanto, en la locura de la señorita Giddens. O, por el contrario, creer la teoría de la institutriz, convencida de que los espectros de Quin y Jessel han poseído a sus pupilos. Sea como sea, la única verdad que reluce es la inocencia de los protagonistas. (M.J. Arias)
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