Crítica de Ángeles y Demonios, de Ron Howard.
Hay que ser positivo cuando se va al cine. Incluso si la película en cuestión no es de fiar. Con el precedente sobre la mesa de El Código Da Vinci, y con la sombra alargada del resultón Dan Brown sobre su cabeza, Ron Howard repite conspiración en Ángeles y Demonios, un largometraje pasable aunque carente de toda emoción.
Con un guión de libro, y nunca mejor dicho, el espectador no necesita ponerse a jugar a los detectives para descubrir la supuesta elaborada trama que conjuga prelados, poder y sociedades secretas. Una fórmula cientos de veces explotada que no aporta, en este caso, nada nuevo. La decepción, si es que existía ilusión al principio, sobreviene en el primer tercio del metraje, cuando las cartas se descubren y el final es adivinado sin remedio.
Sí; el malo es el que creemos y el bueno, también. Buena parte de la culpa la tienen las (sobre) actuaciones de actores como Ewan McGregor, Armin Mueller-Stahl y, en menor medida, Stellan Skarsgård. Sus tejemanejes con ínfulas de novela negra suceden ante un impávido Tom Hanks, incapaz a estas alturas de mover un solo músculo de su rostro, suponemos que por agonía interpretativa o simplemente por edad. A saber.
Su partenaire Ayelet Zurer, que encarna a la doctora Vetra, le da la réplica con dignidad, aunque la credibilidad de sus extensos conocimientos en todo tipo de materias –latín, medicinas, religión- deja bastante que desear. Y una ya no sabe si echarle la culpa al literato o al cineasta. La pareja carece de complicidad, algo fundamental para lucirse en escenas de acción o suscitar la curiosidad del espectador. A ratos, aburren.
Por otro lado, es importante reseñar el capítulo de los efectos especiales, un trabajo forzado por la negativa del Vaticano a rodar en sus instalaciones y en algunas capillas de Roma. Las recreaciones destilan buen hacer por parte de los magos del píxel y de unos decorados impecables. El dinero es el dinero. Y es el que permite que la capital italiana se vuelva pequeña y pueda recorrerse en cuatro minutos de punta a punta. God.
Pero nada es tan perverso como parece. La honestidad del filme, que fabula con el éxito del famoso acelerador de partículas suizo, vende entretenimiento y obviedad como fiel homenaje a Brown; para qué salirse del guión. Y eso debe ser asumible por el público, antes y después, aunque la provocada publicidad antirreligiosa saque de quicio. Ahora, el mensaje es claro: cualquiera es un fanático en potencia; la verdad está aquí dentro.
lunes, 11 de mayo de 2009
Fanatismo y verdad, sin salirse del guión
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