viernes, 16 de noviembre de 2007

Crítica de La habitación de Fermat.

No es fácil ser ingenioso, sobre todo si la película ha sido concebida para eso mismo. La capacidad de sorprender y activar un click en la mente del espectador está restringida a unos pocos elegidos, y los noveles Luis Piedrahíta y Rodrigo Sopeña no parecen tener el ‘don’. Al menos en este caso concreto y exceptuando ciertos y efímeros momentos de televisión. Sus ingenuas intenciones con La habitación de Fermat son recibidas como ‘chascarrillos’ de colegas que juegan a ver quién es más listo. Sin faltar.

La producción es un homenaje múltiple que referencia a trabajos muy dispares. Desde la rarísima Cube hasta la española El método Grönholm, pasando incluso por Ágatha Christie o por todas esas de miedo en el que un retorcido tipo quiere sacar lo peor de sus víctimas supuestamente inocentes. Un experimento sociológico -que diría la periodista- que encierra ahora a cuatro expertos matemáticos en una habitación con la falsa promesa de encontrarse ante un reto excepcional.

Todos acuden a la llamada de un tal Fermat, con la curiosidad científica por delante, y se encuentran con una trampa mortal en forma de cuarto que encoge. Su tarea será ir resolviendo, uno tras otro, los enigmas que les propone el misterioso personaje con el fin de seguir vivos y coleando. Y aquí está la trampa, porque los problemillas de libro de pasatiempos con los que el malo pretende dificultar su tarea, habrían de estar ya superados por eminentes ‘sabios’ como los que protagonizan el film.

Asimismo, las relaciones entre ellos, previsiblemente más profundas de lo que cabría esperar en un principio, están muy cogidas por los pelos. El guión, más propio de un serial, sobre todo por la resolución y las excesivas facilidades que sirven en bandeja una justificación para todo el drama, está plagado de giros a medias e insinuaciones que no llevan a ninguna parte. Insinuar también es un arte. Y no hablemos de las salpicaduras en forma de chistes insertadas de forma aparentemente natural en los diálogos.

Quizá el público no entienda la metáfora, cuyos derroteros tengan que ver con algún trauma infantil, pero es que el emperifolle preparado para captar su atención es muy endeble. Además, todo esto de los pasados oscuros y la penitencia comunitaria está demasiado trillado en el cine. Pero mucha culpa recae también en los actores. Se salva el maestro Federico Luppi, como es natural, pero el resto no da la talla ni es capaz de hacer creíbles tanto sus roles como sus vidas de cuento.

Alejo Sauras y Elena Ballesteros residen en un mundo semanal de comedia, y eso es un handicap a la hora de interpretar a sendos fulanos con cerebro. Algo de tablas sí aportan Lluís Homar y Santi Millán, cada uno en su registro, pero sin hacer demasiado esfuerzo. Ahora, a pesar de todo, la idea de fondo no es mala, y quizá hubiera podido salirles a los directores algo decente si el planteamiento hubiera sido distinto. Menos mal que Los Planetas, que también siguen sin ser –literalmente- entendidos, ponen la guinda musical. (M.M.L.)

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